No era que antes de él no notaba a los demás perritos que habían aparecido en su vida por fortuna, sino que no había creado hasta ese momento, un vínculo tan grande y tan capaz de superar la relación dueño-mascota.
Fué una tarde de Domingo cuando la llevaron a adoptar un cachorrito, producto del amor prohibído que tuvo una Pastor Alemán y un suertudo callejerito. -Aquí está el travieso- dijo el aún decepcionado "padre" de la perra, lo separó de su madre y se lo entregó en las manos a la niña.
De camino a casa pasaron por un bote de leche para el recién nacido, que obviamente no podía aun digerir comida normal para cachorro. Lo alimentaron, lo cuidaron y decidieron llamarle Furby (debido a que era una pequeña bola negra de pelos que con gusto se dejaba rodar). Durante los próximos meses en lo cuales las travesuras eran mayores que las gracias que hacía, él y la niña jugaban, comían, dormían y hasta lloraban juntos, era imposible encontrar a uno sin dar con el otro. Solían pasar las tardes cerca de un lago hermoso que quedaba al final de un caminito rodeado por una hermosa pradera, a veces era un río, otras veces era solo caminatas por las calles, un helado o unos cheetos de bolitas como snack hasta que se hacía obligatorio regresar a casa.
Los años pasaron y la niña no era tan niña ya, ni el cachorro tan cachorro. Los problemas en su familia lograron desintegrarla, de modo que ella solo guardaba las esperanzas de algún día poder alejarse de todo y todos con furby, él era su único motivo para estar allí, nadie ni nada más.
Ella trabajaba todo el día para mantenerlos a los dos, nada más le importaba que cumplir sus sueños y compartirlos con su mejor amigo.
Dos veterinarios lo atendieron y los dos le dijeron lo mismo, la enfermedad que Furby tenía no le permitiría mejorar con las vacunas ni ningún otro tratamiento, se intentó todo pero no funcionó nada, lo único que le aconsejaron fué esperar a su lado el momento de su partida.
Cuatro días agonizó él y ella con él, los peores cuatro días de su vida. No existe nada peor en este mundo que ver morir a quien amas y no poder hacer nada para remediarlo, le recordaba los días en el lago al pie de los árboles, de los paseos al río y los helados que comieron, pero sobre todo le recordaba los miles de planes que ella tenía para los dos: el Hotel para personas y sus mascotas que llevaría su nombre, la casa grande para ellos dos, los miles de viajes que harían juntos y las bolsas de cheetos que les faltaban aún por compartir.
Desgraciadamente no fué suficiente para luchar contra su enfermedad, Furby murió en sus brazos en la madrugada, de repente suspiró y fué el último suspiro que dió en su vida.
Pasó todo un día de llanto a su lado sin poderlo enterrar, con la esperanza de que magicamente recobrara la vida. Finalmente llevó su cuerpo a descansar al pie del árbol en el que compartieron miles de ratos juntos, junto a él se quedaron sus juguetes, sus croquetas, su cobijita y una carta que si bien no podría leer en su lenguaje perruno, San Pedro se encargaría de traducirle.
Ahora ella ha cambiado fisicamente mucho, internamente nada. Hace apenas un año fué a visitar ése árbol, el mismo junto al cual dejó descansando a su mejor amigo, pero fué solo un modo de seguir el protocolo, ella sabe perfectamente bien que Furby no está ahí ya, él se encuentra desde el cielo cuidandola, esperando pacientemente que ella cumpla sus sueños, que salve vidas de perritos que tuvieron menos suerte que él.
Esperando hasta el día en que la vuelva a ver, de cabello gris, con el cuerpo arrugado y encorvado, diferente por fuera tal vez, pero con las mismas ganas de correr al lago y jugar con él.
A ella le queda una rasta de su pelo café y una foto de ellos dos juntos, nada más hace falta para recordarle que hubieron tiempos peores pero que siempre existió alguien a su lado para ayudarle a seguir, nada más hace falta para recordarle a el mejor amigo que dejó su lugar en este mundo, pero que jamás ni por un instante ha abandonado el lugar que le corresponde en el corazón.
Paulina
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